domingo, 19 de julio de 2015

LA INFINITA CIUDAD QUE NOS HABITA Gaby Vallejo Canedo


Este texto fue leído en III Encuentro de Escritores Bolivianos organizado por la Fundación Patiño.


La ciudad nos toma desde que nacemos, nos provoca, nos incita, crece con nosotros, nos da el amor y la muerte.

No sólo somos habitantes de una ciudad sino habitados por ella e infinitamente habitados por ella. No acabamos de conocerla nunca. Tal vez no conoceremos nunca sus oscuros y misteriosos antros de la noche, los pasillos de los hospitales donde se cruza la muerte con los niños que llegan, los barrios donde se gestan las revoluciones y el amor clandestino.
Porque sentí infinita y abierta mi ciudad escribí prólogos a catálogos y libros sobre Cochabamba, varias notas como columnista de prensa, situé mis novelas en esta ciudad, escribí un libro de viajes donde la recupero tantas veces y la llevé a pasear en mis libros por otras ciudades del mundo. Siempre me sentí habitada por mi ciudad, por Cochabamba.
Las ciudades como espacios literarios, ya me había convocado desde sus calles, justamente por el detenimiento que hacían en ellas los novelistas bolivianos. Así, publiqué en 1989, en septiembre, en dos en dos números dominicales sucesivos de “Presencia Literaria”, una aproximación bajo el título “Las calles en la narrativa boliviana”, que muy bien podría titularse hoy “Las ciudades en la narrativa boliviana”.

Copio la introducción de aquel trabajo por su actualidad: “Las calles, estructuras urbanísticas de las ciudades por donde circulan los hombres con su carga de sueños y fracasos, espacios donde transcurre el tiempo encarnado en los hombres, aceras, esquinas, puertas que con frecuencia permanecen más que sus efímeros habitantes. Lugares en que se fraguan las revoluciones, las convocatorias populares, las barricadas por donde pasan los tanques, los motorizados de las represiones, los hombres que matan. En fin, las calles, son ciegas presencias que albergan todas las miserias y felicidades humanas, soportan a un niño escuálido que se arrastra detrás de una monada tintineante o reciben un desafiante beso de amor, una serenata que puebla el silencio de una ventana, un encuentro. La calle ha sido siempre un lugar de encuentro.

Las calles, también son expresiones culturales. Para comprender el sentido de una cultura es también necesario conocer el desarrollo de sus centros urbanos porque responden siempre a la concepción que tiene el hombre de sí mismo y del mundo, a sus necesidades de vida comunitaria. Es decir, se van creando casas, mercados, cementerios, de acuerdo a las actividades que se desarrollan en la comunidad y de acuerdo al modo como viven esas necesidades.”

Se percibe en mis palabras de 1989 que golpeaban desde adentro los recuerdos todavía frescos de las dictaduras. Así escribí, repito: las calles como “lugares en que se fraguan las revoluciones, las convocatorias populares, las barricadas por donde pasan los tanques, los motorizados de las represiones, los hombres que matan”. O rituales del amor que han dejado su belleza en el pasado como las calles atravesadas de “una serenata que puebla el silencio de una ventana”

Copio sólo un fragmento de aquel encuentro que hice con las calles a través de la lectura de varias novelas bolivianas. Es la percepción de la ciudad de La Paz en el citadino Alcides Arguedas, en su novela “Vida Criolla” extraída del tejido complejo de la obra. La vi entonces como “Una especie de mapa-ruta por calles y zonas del centro de la ciudad a los pueblos como ”Obrajes” desde un Landeau de fines de siglo XIX, señala las calles como lugares de transformación urbanística. La certeza de que la ciudad crece. Con nuestra perspectiva temporal vemos, que Obrajes, es hoy, un barrio más bien situado al centro de la ciudad con una expansión urbanística vertiginosa.
Posteriormente la calle se hace presente en la novela como lugar en que la Navidad tiene su expresión colectiva: niños que llenas las calles con sus villancicos en un recorrido de puerta en puerta, pandillas populares con orquestas de violines y quenas para bailar los aires de la tierra, puestos de ponche en las plazas para bebedores pobres, campanas de misas de gallo que alborotan los aires.

El autor se detiene para ofrecer los siguientes espectáculos en las calles de La Paz:
- Tropas de borricos cargados de productos variados en la calle Evaristo Valle.
- Multitud de vendedoras de frutas y legumbres en la calle Mercado.
- La retreta militar que suena en la plaza principal.
- Balcones cubiertos con banderas y gallardetes para el paso de los diputados por la ciudad, una expresión de la política criolla.
- Bailarines indígenas con decenas de chiquillos por detrás.
- Proclamaciones y manifestaciones políticas.
- Recepciones en cantinas en los extramuros de la ciudad, que funcionan como clubes políticos, alumbrados solamente con velas.

Donde las calles asumen mayor sabor popular es la descripción de las Alacitas; feria de las miniaturas a cual los artesanos ofrecen arte y superstición al mismo tiempo, donde las distintas clases sociales se tipifican, desde los balcones con damas distinguidas o desde las manos mestizas que compran “ekekos de la fortuna”. La banda en el centro de la plaza hace más fiesta la fiesta…..”

Estas aproximaciones nos enfrentan con mundos paralelos actuales que encontramos en obras que indagan de otra manera la ciudad de La Paz. Así en “La Tumba Infecunda” de René Bascopé Aspiazu, la inmersión en los oscuros y nocturnos sitios de la miseria humana: “Invadida por una maleza de musgos que había logrado vencer hasta los últimos resquicios de las tapias de adobe viejo, aquella casa llamada el Cementerio de los Elefantes, era una prolongación misteriosa de la ciudad dependiente de ella sólo por un puente de madera gastada …..A la casa llegaban los miembros de la logia de vagabundos que sentían próxima la muerte y , alguna vez, los cansados de la vida que veían en el Cementerio de los Elefantes la forma más digan y al mismo tiempo libre de acabar sus días” .

Así otros sitios paceños de profunda y triste bohemia, como “prolongación de la ciudad” o la ciudad misma se encuentran en la novela “Felipe Delgado” de Jaime Saenz. Las pensiones, las bodegas, los canchones, los zaguanes oscuros y nocturnos de abandono, miseria y pestilencia, son frecuentes. Sitios en calles y barrios precisos como la Catacora, la Figueroa, la plaza Churubamba, San Francisco, la “chinkana” de un japonés para beber y comer, etc, se entretejen con los aparapitas, la muerte, la tristeza, la filosofía del abandono y lo esencial al mismo tiempo. Veamos un fragmento “… no existía para él ninguna otra bodega en el mundo. Ya todas habían dejado de existir al mismo tiempo que la bodega llamada El Purgatorio. Era una cosa inquietante, extraña y triste, el haber resumido el mundo y la vida en la bodega El Purgatorio… Era una cuestión de misticismo. Pues en ciertos lugares el ejercicio se practicaba cómodamente, en medio del bienestar, lejos del terror, del peligro y la miseria en desproporción con la búsqueda. En un recinto tabernario tan peregrino y oscuro como El Purgatorio, donde la ingenuidad era el denominador, costaba la vida toda búsqueda; cada cual tenía que asumir su propia actitud de aprendizaje. En el mundo exterior sucedía de muy otra manera”. Para Felipe Delgado o Jaime Saenz, enclavada en la ciudad está la bodega, el gran espacio místico. “La bodega es un templo… La bodega es sagrada” dice textualmente el protagonista a Ramona.
Del mismo modo, ingresando en míseros espacios de la sobre vivencia, en cantinas, “paraísos infernales” de La Paz, copulan y beben los personajes – personas de Víctor Hugo Viscarra, en “Alcoholation y otros cuentos”

Un distinto encuentro con la misma ciudad de La Paz, como espacio mágico, imposible y real al mismo tiempo, espacio donde se reiteran las revoluciones, golpes, las aventuras sexuales de los dirigentes políticos y donde los “cafés” se constituyen en los míticos centros de las disquisiciones infinitas sobre la vida, el aprendizaje político, las sátiras más mordaces sobre el género humano. Nos aproximamos a el imaginario de Homero Carvalho en “La Ciudad de los Imortales”, ubicada en La Paz justamente, a través de un fragmento: “Mentira, compañeros y amigos, La Paz no existe. Es el invento de la literatura fantástica y de las malas lenguas de los chuquisaqueños. Solamente a través de la ficción podemos explicar la existencia de una imposible urbe a las faldas de un gigante tricéfalo, sumergida en el aire frío del altiplano y al interior de un inmenso cráter de volcán antediluviano, una hoyada cruzada por centenas de ríos subterráneos, con miles de improvisadas casitas de adobe y ladrillo, descolgándose de escurridizas laderas que no aguantan la meada de un pajarito. Una ciudad que lleva un canónigo nombre impuesto por los españoles “Nuestra Señora de La Paz” al que los criollos insurrectos le agregaron De Ayacucho, en homenaje a la batalla que consolidó nuestra independencia. La Paz y la Guerra. Pero ninguno de esos nombres es suyo, porque el verdadero y secreto lo saben solamente los aymaras, y lo pronuncian como se debe, no como nosotros que apenas logramos decir Chuquiago……”

La ciudad y sus inacabables espacios, es sin duda, un tema interminable para continuar leyendo desde los cambios y las percepciones en el tiempo, para continuar buscándola. Por eso, la seguimos.

Como dice Juan Carlos Santaella, en el artículo “Las ciudades interiores”, “Todos llevamos una gran ciudad en nuestro interior”. Es que, sin duda, llevamos la suma de las infinitas experiencias que no toca vivir en calles, plazas, barrios, cafés, iglesias, cementerios y en el más íntimo recinto que es la cama de un cuarto de una ciudad donde caemos por amor y donde también lloramos, donde se ventilan las guerras y la paz de las ciudades.

Para vincular nuestras reflexiones sobre el tema de las ciudades y para llegar a Cochabamba, elijo copiar las páginas 6 y 7 de mi novela “La Sierpe Empieza en Cola” sobre “La Cancha”, ineludible y vital sitio de mi ciudad, donde la dinámica social y económica la mueve día y noche:
“Desde las cinco de la mañana “La Cancha”. Despierta con sus ruidos de feria. La vida empieza allí, temprano. Las mujeres que han dormido allí, la noche del viernes, sobre sus cargas de papa, cebollas, choclos, se desentumecen. Los apis se anuncian con el humo nacido de su color añil caliente. Los primeros motorizados hacen trizas los sueños de los vecinos. Hombres, manchados de sangre, descargan piernas de cerdo, costillares sanguinolentos. Cholas gordas traen grandes atados de jabones, velas, cosméticos. Los mesones van perdiendo su forma al ser cubiertos de abigarrados productos. El suelo también se transfigura: tunas, quesos, peras, ají. Las “llantuchas” empiezan a florecer derramando su blanca sombra sobre las cabezas de las vendedoras que no tiene casetas.. Algunos trasnochadores y sedientos tranquilizan el Ch’aki con refrescos de linaza. Otros, comen el primer plato que sirve la viandera: ají de patas, enrollado, chorizos. Las mujeres besan el dinero y se persignan con la primera venta. Miran al comprador y le aumentan, en convenio silencioso con la suerte -¿La primera venta, niñituy! – dicen trae la suerte siendo un poco generosas .El dinero bendecido por el beso va a parar debajo del aguayo. Faltan billetes menudos para el cambio y la vendedoras fabrican amistades, prestándose dinero” por un ratito”. Junto a la que vende botones y “huatos” de zapatos está el que vende un cerro de papel higiénico y “Dalias” para damas, el niño que defeca en la acera y la mujer que se rasca la axila. También está la mujer que va asentarse todo el día para vender tres bolsas minúsculas de ají molido y una de sal, en cinco pesos y el que vende 500 dólares, un “Cassio” contrabandeado

La gente invade La Cancha en micros, colectivos, taxis, a pie, con carritos de mano, en autos particulares. La basura se amontona, empieza a dejar su mancha, su presencia de cosa terminada. Millones de pesos de mano en mano. La enigmática ronda del poderoso papel. Todo se mueve a impulso de esos minúsculos impresos que dicen 100.000, 50.000. El niño que se come sus propios mocos porque un minúsculo dinero verde está en la mano de la compradora y la madre no tiene tiempo de ver la nariz del hijo, ve el dinero verde. Una mujer aguanta el vientre cargado porque el rubio señor “Yanqui” le pide dos ponchos de alpaca, aunque ella, luego, tenga que sentarse a gritar sus almorranas en el excusado. Otra mujer llora, mostrando a quien sea la cartera abierta y sin dinero. Un niño mendigo deambula hasta encontrar la tonta cara que no ve irse la manzana entre los dedos el hambre. Tres horas, cinco horas, la gente se apiñan por millares en la cancha, a dejar dinero, a recoger dinero. Nadie se para. Una colmena de preguntas y respuestas, de objetos que van y vienen, dedos que cuentan y que dan y dedos que reciben y cuentan. Vendedores sentados en sus puestos, con su ruleta cansados de ver pasar compradores que no compran, que no compran, que no compran. Niños que dormitan con las bocas abiertas y las moscas rodando sus legañas. Gente, gente, gente. Los que sueñan con que ¡”Si va así el negocio pronto tendré el auto, la casita, el lote y los que van con la ilusión de comprar muchas cosas, regresan con un poco de arroz y sólo la blusa de gimnasia para la niña y un dolor casi físico en la cartera.

Allí estaba Juana”.

Para los que no han leído la novela, Juana es la madre del personaje principal.

No podemos explicar Cochabamba, sin “La Cancha”. Ella está presente en el lenguaje turístico, en los estudios de mercado, en las aproximaciones sociológicas y antropológicas, en las indagaciones lingüísticas, pero sobretodo en el imaginario popular de todas las mujeres que no conciben la canasta familiar, las compras infinitas sin “La Cancha”.
El mismo escritor Santaella nombrado antes señala que nos conduce a una nueva reflexión: “Una ciudad es la prolongación infinita de la casa materna”. Desde ese punto de vista, creo que la mayoría la llevamos como la casa materna, tal vez sin una conciencia nítida. Cochabamba ha protagonizado últimamente dos sucesos que nos prueban esa pertenencia asumida de la maternidad de la ciudad. El 11 de enero, de cualquier lado político que se vea el suceso, ha mostrado a los cochabambinos defendiendo su ciudad, su “casa materna”. Y todavía más, últimamente, el pretendido traslado del monumento hito de la ciudad; el monumento a las Heroínas de la Corontilla a un Museo inexistente, ha movido a todas las personas e instituciones como ante la violación de la madre. La inmensa cantidad de artículos de prensa y de opinión al respecto, en ambos casos es también una expresión que pertenece al género periodístico.
Tal vez, los textos que escribí para la carpeta destinada a los invitados a Cochabamba durante la reunión de Presidentes en la Cumbre, sean también una búsqueda, una explicación de mi ciudad, resultado del imaginario colectivo y del mío propio. Pongo en consideración de los asistentes a este III Encuentro de escritores Bolivianos, algunas de las razones por las que creo los cochabambinos nos sentimos orgullosos de nuestra ciudad:

“Por las cuatro huacas sagradas, que nos vigilan y protegen: al norte el Tunari, Achachila Mayor y silencioso; al sur, la huaca de la Coronilla con las Heroínas armadas de sólo corazones; al este, el amplio valle que termina en la híbrida mamíta de Urkupìña mitad india, mitad blanca y al este, el Cristo más grande del mundo, el Cristo blanco de los brazos abiertos al sol, al viento y a la vida.

Al centro de estas huacas, dos soberbios espacios antagónicos: la Plaza de Amas y La Cancha.
La hermosa Plaza de Armas, de cuatro flancos de columnas que custodian al cóndor, testigo de metal de las sangres de la historia y de los múltiples rostros simbólicos del acontecer del día a día.

La Cancha, parto diario del reventón humano, del milagro de las montañas de frutas y de tejidos, de multitudes coloridas que compran y que venden la pobreza y la riqueza, donde el poderoso dinero transita impune y donde hasta el minúsculo sabor se hace gloria al goloso paladar cochabambino.
Razón de orgullo, porque en distintos barrios, se encuentran avenidas, plazas y plazoletas explotando en luz de flores y donde jardineros indígenas juegan con los colores para convertirlos en escudos, grecas, símbolos.
Y por las noches, la ciudad es de los parroquianos bohemios que en los bares de El Prado y en los bares del sur de los pobres, conversan sobre el tren que ya no lleva ilusiones y pasajeros, sobre la antigua portada de la Alameda y el tranvía, la Iglesia de San Francisco o San Juan de Dios que casó a sus hijos, la romántica y desaparecida laguna Cuellar, la laguna Alalay en luz y sombra, los “cochalas” viajeros que se enclavan en cualquier parte del mundo añorando las salteñas y los cardán calditos, sobre el Palacio Portales y aquel gigante millonario que fue Patiño, sobre el Instituto Laredo y los músicos que ha diseminado por el país y el extranjero, sobre las empanadas Wist’upikus y sin duda, sobre las bellas mujeres y cholitas que hacen llorar a veces o revivir”.

Las ciudades nos hablan, nos poseen cuando con nuestros pies las transitamos. Y las transitamos cargados de informaciones anteriores que vienen de lecturas, de diálogos de imágenes fotográficas, de la memoria de los abuelos, de las leyendas urbanas. Entonces se produce un coloquio interior entre toda esa carga y la que llega por los ojos, por los oídos, por los olores, por las palabras, por las personas que se nos atraviesan en el presente.
Dije al principio que siempre quedarán lados de la ciudad desconocidos, impenetrables, cambiantes e infinitos en el tiempo, por la misma naturaleza de las ciudades: eternas y efímeras; materiales e inasibles y porque transitamos nuestra ciudad con nuestras limitaciones, con nuestros humildes pies que nos retornan cansados, a nuestra casa, a nuestro eje fundamental, a ese pedacito minúsculo de la ciudad que nos acoge.

Todavía mañana, nos espera la ciudad que es infinita.


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